jueves, 29 de enero de 2009

"A" me duele

[...]
...ahora mismo no quiero nada, ni ver, ni sentir, ni recordar, ni pensar, ni olvidar, ni regresar, ni bostezar, ni dormir, ni llorar, ni correr, ni pesar, ni siquiera volar o freir, tampoco descansar ni reir ni mucho menos observar ni decidir ni tampoco andamiar ni comer. Así estás mas bella, quieta y tendida.
[...]

martes, 6 de enero de 2009

¿te equivocaste?

He tardado en escribirte tantos meses porque tenía tantas cosas que decir que a fuerza de tanto expreso se me fue cerrando la boca y poco a poco se me fue enquistando el entendimiento y fui también poco a poco rescatando los placeres y los márgenes, para no acabar metiendo la pata como hice cuando no pensé en las cosas menos bellas…

Creo que te precipitaste en todos los sentidos, sobraron las llamadas fuera de contexto y con # en los tonos que usaste, los insultos y toda aquella batería de agravios letales que no hicieron sino enturbiar el océano calmado que dejamos días atrás, cuando aún éramos niños y decidimos abandonar el camino mutuo.

Enturbiar precisamente era tu deseo y enturbiaste, pero enturbiaste tu realidad, aquella hecha de trapo y un tanto a destiempo, para intentar justificar lo que vendría días después, tu nuevo amor, el hecho de sílice, porque vino a absorber humedades de un amor con goteras por todos los lados. Pero él no te quiere, no, recuerda que amar es, al cabo, como encender una lámpara.

Intentando descentrar la atención sólo conseguiste centrarla aún más, porque uno pasea por la ciudad y ve realidades que, interrelacionadas con las propuestas por ti, falsas y muy imprecisas, crea una que encaja perfectamente. A mí me extrañó que estando en una estación de autobús me llamaras a eso de las 14:00 para decirme que me había pasado la vida engañándote, a ti te extrañó que te dijera que te habías pasado la vida engañándote tú a ti misma sin haber nada mío en ello.

Pero actuaste como era de esperar, previsible. Como una ficha de dominó supe que caerías todo abajo, como las normas y las reglas y sus condiciones de uso. Me aparté a tiempo y gracias a eso hoy puedo sentarme a escribir este epígrafe largo y costoso.

Quizá no tuviste en cuenta que yo si te amé, que quizá aquellos comentarios foráneos en una web no eran otra cosa que formas de expresarse más que un desliz o una propuesta indecente. Ni en el peor de los casos hubiera configurado yo una realidad aparte, ni una vida común fingida a través de ti ni contigo.

Así era yo y así lo sigo siendo, quizá lo sumergido y lo extraño fue que nunca me conociste como era, quizá porque siempre condicionaste con tus modos on off mi manera de ser. De todos modos, no me parece amable hablar de eso.

Todos los que comprobaron tu email con todo el proceso de investigación que montaste, de todos ellos, ni uno solo dijo que aquello era digno de ser tomado como tú lo hiciste. Otros se atrevieron a decir que quizá, tal vez, o rigurosamente si, te lo tomaste asi porque te convenía. Me tomé la molestia de preguntar una a una a las 3 personas que había dejado aquellos comentarios. Tampoco, a ninguna de ellas les había parecido encontrar nada de extraño ni “morboso” en aquellos textos.

Me preparé una infusión de té y continué. Necesitaba sonreír sin armar revuelo.

Y así he ido configurando este texto durante 64 días. Considéralo pues oportuno, durante los 64 días no sólo he escrito (considérese escribir no sólo avanzar letra a letra, sino borrar, porque he borrado mucho, he superpuesto, interferido, parafraseado…tantas cosas).

Dio para mucho, pero sobre todo dio para decirte que has sido algo muy luminoso para mí, especial, mágico en el sentido de que no había nada más intenso que tu despertar o tu mirada aquella limpia que sólo ocurría algunas veces, sobre todo los domingos cuando había sol y las calles vomitaban verdor y azahar.

El otro día me ocurrió algo maravilloso. Es digno de contar, casi ensancha el alma... uno no vive momentos así todos los días de su vida, ni por más que pusiese de su parte y voluntad. Sin embargo forma parte de nuestros días, y nos guía, nos proporciona una forma de pensar y de emocionarse día tras día.

El martes 9 de diciembre, quince minutos después de salir del instituto, donde había estado charlando con Luis y mi coordinadora de departamento, justo cuando me encontraba a la altura del parque de la Buhaira, se acercó un cachorro a mis pies y se dejó caer simpáticamente panza arriba. Era un cachorro labrador, una bola de pelo blanco que apenas podía tenerse entre las patas.

Me lo llevé a casa y lo instalé en un rincón del salón con una manta vieja y un hueso de trapo que construí.

En ningún momento pensé que me lo quedaría conmigo para siempre, respondía a una serie de responsabilidades extras que en éstos momentos no podría llevar a cabo.

Esa misma tarde, simultáneamente a un ejercicio que tenía para dar mi clase de diseño en el instituto, me ocupé de bañarlo, cepillarlo, desparasitarlo, darle vitaminas y limpiar religiosamente todo lo que ensuciaba. Incluso me molestaba en calentarle una bolsa de agua todas las noches para que no pasase frío en el salón. Al final aquel rincón que acomodé para instalarlo no sirve de otra cosa sino de referencia. De referencia para comprobar y asimilar que hay cosas que nos incitan vida y alegría, esa pequeñez y esa torpeza en los movimientos nos hace más humanos, más felices, más sensibles.

La potencia de la imagen que desprende el perro es más fuerte que cualquier intención. Incluso pienso que si a alguno le molestase el perro o su presencia, tendría que irse a dormir al rincón del salón, con el hueso de trapo y la pequeña cama, porque parece que ninguno cedería a quitar al perro de entre sus brazos de entre todos mis compañeros.

Incluso me agradecían la ingeniosa idea de haber llevado al perro a casa en un intento de mejorar su calidad de vida en abandono. Elisa cedió llevárselo a su casa, lo quería para ella, su padre había soñado siempre con un labrador en sus manos, y era la mejor oportunidad de deshacerme de tal responsabilidad sentimental. Desde que lo vi supe que lo amaría el resto de mi vida, pero que no era para mi en este momento.

Pues bien, el pasado fin de semana los padres de Elisa me invitaron a ir cerca de Granada a pasar esos días en una pequeña casa en la ladera de Sierra Nevada y así llevarles el perro.

Me costó quitarle el perro de entre los brazos a mi padre, que casi llora en la despedida.

Al amanecer el sábado hice mi única maleta diminuta. Metí al perro a empujones en el coche y me puse en camino con un álbum de fotos en una mano y el hueso de plástico en la otra. Era una mañana fea y gris, y hacía tanto frío que tuve que arrancar el hielo del parabrisas con agua caliente y una rasqueta.

El perro se puso tan nervioso que se orinó en la alfombrilla del coche. No fui capaz de reñirle. Los primeros 100 kilómetros fueron relativamente tranquilos. La ruta era fácil, sólo tenía que girar 4 veces a la derecha y coger la autovía, después me esperarían en un bar antes de llegar a Granada. Conducía despacio, sin rozar el límite de velocidad, a través de páramos cubiertos de escarcha y montañas salpicadas de brezo descolorido. A la media hora, un puñado de copos menudos y livianos comenzaron a revolotear por delante del parabrisas. Nunca había conducido bajo la nieve. El perro, instalado en la bandeja del maletero después de haber pisoteado todo el coche y haberse sentado a mi lado como copiloto, haber compartido unas miradas y unos chirriantes ladridos a los altavoces como enfadado, siguió extasiado en su vuelo errático.

Yo traté de no hacerlo y concentrarme en la conducción. Encendí de nuevo la radio y no conseguí sintonizar más que una cadena de música clásica. Estaban emitiendo ópera en directo desde algún teatro supuestamente famoso del norte de Europa.

Nunca me había gustado la ópera, pero aún así no intenté cambiar de canal. Estaba empezando una nueva vida. Trazando una línea. Poco a poco, la nevada fue ganando intensidad. Los copos se hicieron más grandes y compactos, y caían apiñados y sin respiro, formando una cortina blanca que apenas dejaba ver la carretera. Cuando la nieve empezó a cuajar en el asfalto, me aparté del camino y me detuve para poner las cadenas del coche. Dejé la radio encendida y salí a la intemperie. Estaba en mitad de un yermo inmenso y vacío, cubierto por una fina capa de nieve recién caída y batido por un viento helado que cortaba como una fina hoja de papel. Me subí las solapas de la chaqueta, saqué las cadenas del maletero y me puse manos a la obra. Fue un desastre. Jamás lo había hecho antes y no sabía por dónde empezar. Lo que conseguía encajar de un lado se salía del otro, las gomas y los muelles no daban de sí, los ganchos se me escurrían de entre los dedos y se negaban a entrar en los cierres. Aquello parecía pensado para una rueda cuadrada en vez de redonda. Después de un cuarto de hora de forcejeos, tuve que detenerme. Me faltaba el aliento, se me saltaban las lágrimas y tenía los dedos tan entumecidos que apenas los sentía como míos. Entonces lo vi. Había salido del coche sin que yo lo advirtiera y estaba retozando en la nieve como un frenesí enloquecido. Se revolcaba panza arriba como un poseso, ladraba furiosamente a la ventisca, trataba de capturar los copos a dentelladas… Mi perro.

Traté de llamarlo, pero no me salió la voz del cuerpo. No me hubiera oído. Yo no estaba allí. Estaba la nieve y estaba él y eso era todo. No había más. Escarbaba madrigueras levantando nubes de polvo blanco, corría atolondradamente tropezando con sus propias patas, aullaba y gemía de pura excitación. Me quedé de rodillas en la nieve. Con las manos metidas debajo de las axilas, tiritando y moqueando, sin poder apartar la vista del cachorro. Sin atreverme a moverme, a hablar, a jadear siquiera. Me sentía ardiendo y helado. Me sentía fuera y dentro del mundo. Me sentía casi tan vivo como él...

Cuando salí de allí de regreso a Sevilla, susurré durante los primeros 40 km y sin saber por qué todo esto:

Me quedo con el dulce trago, con el beber de tu boca aquel champán de noche de octubre, en cualquier hostal cercano al mar. Me encantó beber de tu boca, ese trago preparado, como materno. Me quedo con el abrazo necesario para dormir, con el viaje dirección a aquel pequeño pueblo en el mar mientras te leía por el camino fragmentos de mi libro que hablaban de ti y de tu cuerpo. Con los besos a escondidas en la cocina, con las miradas de deseo, con los paseos por la ciudad, porque se conformaba el cuerpo. Aún recuerdo cuando te dije: oye, mi cuerpo sigue teniendo algo de cuerpo. Y cuando te lo dije me miraste y reíste como siempre, con costumbres de sol en su sistema.

Me quedo con el regreso siempre a casa, con aquella primera impresión en las estaciones cuando te veía romántica e impasible.

Me quedo con el tacto de tu rostro mientras nos besamos, con tus finos y tersos ropajes.

Con aquellos días en la playa, con tu mirada mientras pintaba la casa de tu infancia junto al mar, con aquellas ideas desde aquel faro. Creímos entonces en una idea y la idea vivió. Porque si alguien cree en una idea, esa idea, vive.

Me quedo con las cenas tardías, con sus paseos a media noche. Con las sonrisas, con los encuentros siempre en las estaciones. Algunas personas se pierden las pequeñas alegrías esperando la gran felicidad. Con el postre servido en la piel de una naranja, con tu llegada a casa con el pan bajo el brazo, con aquellos juegos en el suelo del recibidor, donde saciaba mi hambre de tu carne más temprana. Y aquellas risas hoy me ensordecen.

Con tus salidas a media noche al baño, desnuda, abandonabas la cama y me envolvías en un enérgico esperar tu regreso. Un pequeño haz de luz entraba por las persianas, y tu cuerpo era un código, y por la puerta se alumbraban amarillas, esas zonas que poco antes estuvieron tan cercanas como islas.

Cuídate mucho, y no lo olvides, yo no guardo ni rencores ni dinero, a todo amo y todo lo gasto.

Sella éste mi epitafio.

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