Eran alrededor de las nueve de la mañana y el teléfono me despertó con su metálico sonar. No había nadie en el salón, aunque si quedaban restos de la fiesta de la noche anterior en forma de vasos, un par de botellas vacías y algunos libros, mi guitarra y tres cds, todo esparcido por doquier, como cadáveres exhaustos de una legendaria batalla campal de versos y lecturas, de audiciones y comentarios diversos entre la chica de Queensgate Road, las diferentes deidades que llegaron y se fueron, y un servidor, que agotado, confuso y con un terrible dolor de cabeza, contestaba mecánicamente que no a todo casi sin inmutarse.
La chica de Queensgate Road era Milena, vamos que se llamaba así, Milena Linopova. La improvista chica bielorrusa de tez blanca y ojos muy de superficie marina.
Dirigía un pequeño periódico en Pinsk, muy al sur de Bielorrusia, casi haciendo frontera con Ucrania.
Era inteligente y voraz, hablaba el inglés con una soltura extraordinaria, aunque a veces se solapaba en su discurso una pronunciación un tanto raquítica venida de su lengua nativa con un uso excesivo del paladar en las consonantes.
Su discurso era muy nasal, y todos quedábamos en silencio cuando su voz surgía de entre el murmullo enmascarado semiembriagado, porque ella disponía de una significativa emoción en los gestos con la boca. Su abuelo era un francés con muy malas pulgas, y su padre había trabajado en Polonia durante 4 años, en una fundición. No recuerdo en que ciudad pero sé que muy al norte.
Ella adoraba el arte. Y aunque lo desconocía casi por completo, decía que veía en las formas y los colores un mar donde dejarse llevar. Decía que los colores opacos y oscuros en las obras, la engullían como una especie de torbellino raramente inspirado, y que los colores brillantes y felices le causaban tal estupor que podían llegar a contagiarle incluso berborrea precoz y sentimentalismo.
Tenía 26 años, yo 22, y fue a besarme el día que menos me lo esperaba. Estábamos viendo todos una exposición en la Tate Modern y yo me dirigía hacia la estación de metro de London Brigde. Ella me llamó, me di la vuelta, y cuando quise darme cuenta la tenía a 20 centímetros de mi rostro.
No pude evitarlo, porque creo que me asusté tanto de verla tan cerca que no reaccioné.
Pero no le dí importancia. Ella me miró aquella noche como esperando una respuesta. Una respuesta que nunca le dí. Creo que a día de hoy ni tan siquiera encuentro una respuesta para darle...
Aquello fue un encuentro sin previo aviso, no hubo nada más, todo terminó mucho antes de que comenzara incluso.
Tenía 26 años, yo 22, y fue a besarme el día que menos me lo esperaba. Estábamos viendo todos una exposición en la Tate Modern y yo me dirigía hacia la estación de metro de London Brigde. Ella me llamó, me di la vuelta, y cuando quise darme cuenta la tenía a 20 centímetros de mi rostro.
No pude evitarlo, porque creo que me asusté tanto de verla tan cerca que no reaccioné.
Pero no le dí importancia. Ella me miró aquella noche como esperando una respuesta. Una respuesta que nunca le dí. Creo que a día de hoy ni tan siquiera encuentro una respuesta para darle...
Aquello fue un encuentro sin previo aviso, no hubo nada más, todo terminó mucho antes de que comenzara incluso.
Muchos días nos reuníamos para cenar Edouard, que era una especie de Billy Elliot promiscuo muy venido de la Bretaña Francesa. Edwin, que hablaba de las pericias de su padre, un noble y rudo carpintero alemán cuya única valerosa hazaña era reunir a toda su familia en Navidad y regalar a todo el mundo un huevo de madera que nunca lograba quedarse en pié, borrando así toda historia concupiscente de Colón y aquel huevo demostratorio.
Después más a la derecha estaba Liss, la reconocida concubina de la sala, la amante de todas mis cosas, la que siempre me fotografiaba con su cámara obsesiva analógica. Llegó un momento que ya no sabía qué decir ni cómo ponerme, porque aparecía en su vida de manera regular, una foto aquí, otra allá. Decía que le encantaban mis rasgos, que era un poco judío, y que ella encontraba sensualidad.
Entre tanto, un día me enteré en una cafetería cercana a Trafalgar Square, de que Caroline, una chica francesa con la que compartí tareas de trabajo en una floristería, tenía una enorme depresión y no salía de casa ni hablaba con nadie.
Caroline era la chica francesa más bella que jamás había conocido. Aún no he vuelto a conocer a otra francesa como ella. Tenía un rostro menudo y brillante, era enérgica, se reía tanto que había tardes que la añoraba cuando no estaba con ella.
Era todo lo que cualquier persona hubiera querido ser en un crudo invierno en Londres. Pudimos habernos liado no sé cuantas veces... pero nunca pasó, porque Caroline, aunque era bellísima y simpática, no llegó a convertirse en un deseo para mí.
Siempre que la veía por el barrio, iba bebida. La acompañaban sus amigas. Pero como pasaba por la puerta de mi apartamento llamaba y me hacía bajar para que yo la acompañase el último kilómetro hasta su casa.
Lo mejor de todo es que llamaba, yo cogía el telefonillo y decía: Alo?
Y escuchaba un discurso en francés a las 2 de la mañana que, evidentemente no entendía. Me ponía el abrigo, me enfundaba los zapatos y me bajaba para acompañarla...
Todas esas veces quiso besarme, tiraba de mi mano para que subiera a su apartamento, me abrazaba (escurriéndose por mi cuerpo), como si fuera una muñeca de trapo...
Cuando me enteré de que tenía depresión, me fuí a una floristería y compré una flor de Lis (a ella le encantaban).
Y me planté en su apartamento. Llamé y no contestaba nadie. Asi que me fui a una cabina telefónica y llamé. Me respondió. Le dije que me abriera la puerta, que le traía un fromage francés.
Se rió. Asi que colgué y me fui de nuevo. Cuando entré me di cuenta de que estaba todo gris. Todo colocado igual, muy limpio... excesivamente limpio. Limpio de todo. De recuerdos, de noches vividas alli, de historias contadas...ella se abrazó a mi y comenzó a llorar. Me dijo te quiero y muchas cosas así de banales. Yo me fui levantando persianas una a una, abriendo cortinas y ventanas, dejando paso a una luz que parecía no haber entrado alli desde hacia muchos meses.
Le cambió la cara, tomó color y accedió a ponerse un vestido para recibirme.
Después la engañé y le dije que estaban haciendo un chocolate exquisito en la acera del puente de Westminster. Asi que salimos. Paseó, hablamos de muchas cosas, de como hay que reirse, de cuando, y de por qué.
Ella me agradeció la visita mil veces aquella tarde.
Después, a lo lejos, no quise decirle que a los dos días me irá de alli porque regresaba a España.
No he vuelto a saber nada de ella... solo espero que nunca más llore como lloró aquel día que, no sé por qué, decidí inundar su casa de luz y sacarla de aquel sepulcro mental que no la dejaba ver más allá de la tarima flotante...
Solo espero que todos, incluida la mujer que nos vendió aquel caramelo delicioso en Picadilly e incluso la chica que me dió un folleto en la Galería de Arte, todos, incluido Bill el americano mas loco que he conocido jamás y que era mi vecino... espero que estéis donde estéis, os encontréis sonriendo tal y como os conocí.
Sed tan felices como os abarque el entendimiento...
Feliz noche...
Entre tanto, un día me enteré en una cafetería cercana a Trafalgar Square, de que Caroline, una chica francesa con la que compartí tareas de trabajo en una floristería, tenía una enorme depresión y no salía de casa ni hablaba con nadie.
Caroline era la chica francesa más bella que jamás había conocido. Aún no he vuelto a conocer a otra francesa como ella. Tenía un rostro menudo y brillante, era enérgica, se reía tanto que había tardes que la añoraba cuando no estaba con ella.
Era todo lo que cualquier persona hubiera querido ser en un crudo invierno en Londres. Pudimos habernos liado no sé cuantas veces... pero nunca pasó, porque Caroline, aunque era bellísima y simpática, no llegó a convertirse en un deseo para mí.
Siempre que la veía por el barrio, iba bebida. La acompañaban sus amigas. Pero como pasaba por la puerta de mi apartamento llamaba y me hacía bajar para que yo la acompañase el último kilómetro hasta su casa.
Lo mejor de todo es que llamaba, yo cogía el telefonillo y decía: Alo?
Y escuchaba un discurso en francés a las 2 de la mañana que, evidentemente no entendía. Me ponía el abrigo, me enfundaba los zapatos y me bajaba para acompañarla...
Todas esas veces quiso besarme, tiraba de mi mano para que subiera a su apartamento, me abrazaba (escurriéndose por mi cuerpo), como si fuera una muñeca de trapo...
Cuando me enteré de que tenía depresión, me fuí a una floristería y compré una flor de Lis (a ella le encantaban).
Y me planté en su apartamento. Llamé y no contestaba nadie. Asi que me fui a una cabina telefónica y llamé. Me respondió. Le dije que me abriera la puerta, que le traía un fromage francés.
Se rió. Asi que colgué y me fui de nuevo. Cuando entré me di cuenta de que estaba todo gris. Todo colocado igual, muy limpio... excesivamente limpio. Limpio de todo. De recuerdos, de noches vividas alli, de historias contadas...ella se abrazó a mi y comenzó a llorar. Me dijo te quiero y muchas cosas así de banales. Yo me fui levantando persianas una a una, abriendo cortinas y ventanas, dejando paso a una luz que parecía no haber entrado alli desde hacia muchos meses.
Le cambió la cara, tomó color y accedió a ponerse un vestido para recibirme.
Después la engañé y le dije que estaban haciendo un chocolate exquisito en la acera del puente de Westminster. Asi que salimos. Paseó, hablamos de muchas cosas, de como hay que reirse, de cuando, y de por qué.
Ella me agradeció la visita mil veces aquella tarde.
Después, a lo lejos, no quise decirle que a los dos días me irá de alli porque regresaba a España.
No he vuelto a saber nada de ella... solo espero que nunca más llore como lloró aquel día que, no sé por qué, decidí inundar su casa de luz y sacarla de aquel sepulcro mental que no la dejaba ver más allá de la tarima flotante...
Solo espero que todos, incluida la mujer que nos vendió aquel caramelo delicioso en Picadilly e incluso la chica que me dió un folleto en la Galería de Arte, todos, incluido Bill el americano mas loco que he conocido jamás y que era mi vecino... espero que estéis donde estéis, os encontréis sonriendo tal y como os conocí.
Sed tan felices como os abarque el entendimiento...
Feliz noche...
De repente siento que se ha hecho un silencio en las cosas