lunes, 8 de noviembre de 2010

“Cariño”

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Eran alrededor de las once de la noche. Se había pasado el día entero lloviendo fuera, en eso que otros llaman la ciudad. Debió ser un día sin duda gris, pero no puedo asegurarlo con certeza porque en ningún momento alcé la mirada más allá del horizonte casual de los edificios y las densas avenidas. La gente pululaba por las aceras sin un rumbo fijo, como sorprendida por un otoño que se hizo muy de repente.

Entramos en un lounge café del casco antiguo. Allí no nos esperaba nadie pero por el camino fueron sumándose personas con sonrisa abrumadora que se dirigían hacia el mismo lugar que nosotros. Al cruzar la puerta sentí un fuerte olor a feromonas, perfumes varios y una sensación de bienestar dada por la calidez de la luz y la conversación de la gente.

Entonces cruzamos el habitáculo. Al fondo a la izquierda encontramos a algunos amigos. Los saludamos, nos presentamos ante los desconocidos y cuando quise girar la mirada, allí mismo, encontré sentada al fondo a una impresionante jovencita, con cara de romper todos los platos rompibles. Serena, bella y suspicaz. Me atrajo tanto que no pude dejar de mirarla durante al menos una hora. Tic-tac, tic-tac…el tiempo pasaba y nadie me presentaba a aquella mujer despampanante de sonrisa envolvente con servicio a domicilio y muecas de “si duermes conmigo lo recordarás toda la vida”.

Así que agudicé el ingenio, me quité mi escueto abrigo de advertencia y me encapsulé en el del disimulo. Calculé a conciencia los centímetros que nos separaban y sin pensarlo dos veces pisé su zapato izquierdo, sólo la punta, brevemente, quería tener una excusa diáfana sin llegar a la impertinencia. Sabía que me diría algo. Si no, yo mismo me disculparía. Pero no estaba dispuesto a hacerlo de cualquier forma, porque sentí una necesidad muy primera. Por momentos incluso sentí que aquella chica de ojos casi verdosos se trataba de un espejismo que se esfumaría de un momento a otro.

A los 10 segundos estaba sentado a su lado, sintiendo ahora sí incluso la temperatura de su piel y otras cosas inexplicables.  Ella tenía un aire despreocupado y muy emocional. Sus ojos eran simpáticos, muy limpios y profundos. Su perfume me llegaba en suaves ráfagas de brisa impulsadas por su boca. Debí temblar por dentro creo, y retorcerme mil veces de bienestar, y creo que perdí el norte más de cien veces, hipnotizado.

¿Entonces?. Hablamos de viajar, de inteligencia, de humor, hablamos sobre la importancia de la risa y sobre un pañuelo de cuadros que yo llevaba atado a mi cuello ahora tambaleante y fluido como una espiga o una brizna. Pedimos una copa, nos miramos a los ojos, sonreímos y a partir de ahí la noche se transformó en deseo condensado. No volvimos a saber nada el uno del otro en toda la noche. Sólo al final, ya bien entrada la madrugada, tuvimos un encuentro fortuito en el que probé su boca sin querer. Sentí un enorme espasmo que me paralizó todos los sentidos menos el tacto y por momentos levité de espaldas con la mirada en un punto luminoso y constante que otros no supieron ver.

Después agotamos las horas deseando ver la luz del sol tímidamente asomar por entre los edificios. Con suerte, retrasaríamos nuestra despedida hasta al menos una hora antes del amanecer. Y mientras otros debatían sobre falsedades y ritmos inconstantes, nosotros nos desgarramos la piel a besos.

Mordí sus pies y fue dulce. Mezclé mis miembros con los suyos, retorciendo la carne y las horas. Como el nacimiento de alfo nuevo que viene a salvar un fracaso esta vez anunciado. Me sentí con fuerzas para saltar hasta enfermar de cansancio, de gritar por que sí a los cuatro vientos una buena nueva al fin, de predicar mi deseo en cualquier idioma incluido el hebreo, el latín y cualquier otra lengua vernácula con fines propagandísticos. Fuera, en lo que otros llaman ciudad, un fuerte viento golpeaba las persianas y los altos muros. Mientras esa misma ciudad comenzaba a despertar tímidamente, entramos en un profundo sueño abrazados. Yo, que adoro la mudez, el sonido indispensable a nada, el rumor de la calma en cincuenta metros alrededor. Y sentir su mano buscar la mía, escuchar su respiración ignorando la mía, sentir 3 ºC más difundiendo calor de su cuerpo al mío.

La relajación de haber hecho el amor olvidando que algún día dejaremos de ser lo que somos. Concentrándonos en la materia, en la telepatía de dos cuerpos que se buscan incluso en stand by. Volar desnudo de un espacio a otro de la casa dejando pasar desapercibido el frío y otras constantes vitales que ahora penden de un hilo.

Despertar y despedir. Apagar la calefacción. Tomar un té y una ducha rápida.

[…]

Era inevitable no repetir la escena.

Somos dos actores secundarios que, horas antes, habíamos dejado algunas secuencias incógnitas.
Entró y sentí un fuerte olor a ella. Desvió mi atención por completo. Perdí la orientación y el sentido de la conversación muy de repente. Alli estaba de nuevo. Algo (no sé muy bien qué) quiso que volviésemos a vernos justo en el lugar donde horas antes nos habíamos conocido. Unos centímetros <<más allá>>.

Casi no cruzamos palabra alguna. Ella se sentó en un lugar que le favorecía mucho. Había una luz cenital muy de domingo a cualquier hora. Ella hablaba y yo la miraba intentando disimular. Nuestras miradas se tropezaban una y otra vez maravillosamente. Y digo maravillosamente porque cada tropiezo de unos ojos con otros terminaba en sonrisa mutua. Ella mojaba sus labios frecuentemente y me buscaba cada vez más con sus ojos de ibis. Había más belleza y más deseo en aquellos diminutos instantes que en todas las noches en las que yo había imaginado cosas que nunca sucedieron por fortuna.

Después de un par de horas de agravio inconsistente y de un sufrimiento adquirido de memoria, me desquité de toda la culpa y el daño y regresé a su lado. Sólo allí me sentía como en casa. Hablamos y vivimos juntos tres horas más. Llevaba 48 horas sin dormir, mi cuerpo empezaba a evaporarse poco a poco y cualquier fuerza análoga  a mi mismo, pasó a ser un voz en off que ya no relataba nada lógico. Pero algo en ella me mantenía despierta. Su interés por mí, su carácter, la ternura con la que me sonreía y una conversación siempre express que nos llevaba deambulando de un lado a otro del hemisferio.

Visité su casa. Era tal y como la imaginaba. Cálida, acogedora, diáfana… Luminosa y muy horizontal. El tiempo dejó de considerarse en horas y volvimos a dormir juntos hasta otro nuevo amanecer. Y así dos días más en los que sentí como parte de aquellos espacios me pertenecían. El tiempo transcurrido entre un espasmo y otro, entre el sol y el no sol entrando por una de las ventanas mientras ella me decía que le encantaba verme ahí, dándome el sol por doquier”.

Así que ella también se hizo dueña de mis espacios, de mis posturas al sol y de mis primeras y más últimas palabras del día.

Perseguía un deseo. Ascender. Y su deseo para mí es encantador y enérgico. Alguien que lucha por lo que desea. Que se muestra incombustible ante aquello que se propuso un día porque deseaba cambiar lo que tenía por algo mejor.
Me encanta sentir que no se conforma con lo que tiene, que aspira a más, que es la mejor en su quehacer diario. Que es ordenada y metódica. Que por encima de todo adora la sonrisa y la inteligencia. Que un hombre inteligente que active su cerebro le despierta el apetito emocional y sexual mucho más que un atractivo sin salsa cerebral.

Su deseo es el mío porque su deseo hace que mi deseo sea una realidad. Porque su deseo me hace a mi desearla aún más. Podría decirse que su deseo es mi deseo porque una vez alcanzada su nueva meta obtendrá nuevas sensaciones y satisfacciones que intermitentemente desembocarán en una felicidad muy abundante de la que, seguro, a mi me tocará al menos una parte.

Y la suma de ella más felicidad es igual a algo que a mi me hace volver una y otra vez al principio de este texto. Como un bucle interminable. Y que la historia vuelva a repetirse tantas veces como fuere necesario.

Que de ser feliz no pienso cansarme nunca.

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