domingo, 15 de noviembre de 2009

to be a point


Claro que entiendo que quieras ir a tu bola. ¿Quién no? Yo también. Pero eso no explica la deshumanización a la que me has expuesto. Es lo más insensato que recuerdo de mi vida más presente.

Verás, intentaré que me entiendas.

Hace unos meses, después de salir del instituto donde daba clases, hice un camino diferente para regresar a casa, como cada viernes. Estaba a la altura del enorme parque que dividía la ciudad en dos. Entonces vi venir de frente un cachorro, que se dirigía hacia mi meneando su cola a modo de feliz uso. Yo sólo pude mirar cómo se dejaba caer simpáticamente panza arriba junto a mis pies. Era un cachorro labrador, una bola de pelo blanco que apenas podía tenerse en sus patitas gruesas y sucias.
Me lo llevé a casa y lo instalé en un rincón del salón con una manta vieja y un hueso de trapo que construí.
En ningún momento pensé que me lo quedaría conmigo para siempre, respondía a una serie de responsabilidades extras que en éstos momentos no podría llevar a cabo.
Esa misma tarde, simultáneamente a un ejercicio que tenía que preparar para dar mi clase de diseño en el instituto, me ocupé de bañarlo, cepillarlo, desparasitarlo, darle vitaminas y limpiar religiosamente todo lo que ensuciaba. Incluso me molestaba en calentarle una bolsa de agua todas las noches para que no pasase frío en el salón. Al final aquel rincón que acomodé para instalarlo no sirvió de otra cosa sino de referencia. De referencia para comprobar y asimilar que hay cosas que nos incitan vida y alegría, esa pequeñez y esa torpeza en los movimientos nos hace más humanos, más felices, más sensibles.
La potencia de la imagen que desprendía el perro es más fuerte que cualquier intención. Incluso pienso que si a alguno le molestase el perro o su presencia, tendría que irse a dormir al rincón del salón, con el hueso de trapo y la pequeña cama, porque nadie cedió a quitar al perro de entre sus brazos de entre todos mis compañeros.
Incluso me agradecían la agradable idea de haber llevado al perro a casa en un intento de mejorar su calidad de vida en abandono. Elisa cedió llevárselo a su casa, lo quería para ella, su padre había soñado siempre con un labrador en sus manos, y era la mejor oportunidad de deshacerme de tal responsabilidad sentimental. Desde que lo vi supe que lo amaría el resto de mi vida, pero también supe que no era el momento adecuado.
Asi que un fin de semana los padres de Elisa me invitaron a ir cerca de Granada a pasar esos días en una pequeña casa en la ladera de Sierra Nevada y así llevarles el perro.
Me costó quitarle el perro de entre los brazos a mi padre, que casi llora en la despedida.
Al amanecer el sábado hice mi única maleta diminuta. Metí al perro a empujones en el coche y me puse en camino con un álbum de fotos en una mano y el hueso de plástico en la otra. Era una mañana fea y gris, y hacía tanto frío que tuve que arrancar el hielo del parabrisas con agua caliente y una rasqueta.
El perro se puso tan nervioso que se orinó en la alfombrilla del coche. No fui capaz de reñirle. Los primeros 100 kilómetros fueron relativamente tranquilos. La ruta era fácil, sólo tenía que girar 4 veces a la derecha y coger la autovía, después me esperarían en un bar antes de llegar a Granada. Conducía despacio, sin rozar el límite de velocidad, a través de páramos cubiertos de escarcha y montañas salpicadas de brezo descolorido. A la media hora, un puñado de copos menudos y livianos comenzaron a revolotear por delante del parabrisas. Nunca había conducido bajo la nieve. El perro, instalado en la bandeja del maletero después de haber pisoteado todo el coche y haberse sentado a mi lado como copiloto, tras haber compartido unas miradas y unos chirriantes ladridos a los altavoces como enfadado, siguió extasiado en su vuelo errático.
Yo traté de no hacerlo y concentrarme en la conducción. Encendí de nuevo la radio y no conseguí sintonizar más que una cadena de música clásica. Estaban emitiendo ópera en directo desde algún teatro supuestamente famoso del norte de Europa.
Nunca me había gustado la ópera, pero aún así no intenté cambiar de canal. Estaba empezando una nueva vida. Trazando una línea. Poco a poco, la nevada fue ganando intensidad. Los copos se hicieron más grandes y compactos, y caían apiñados y sin respiro, formando una cortina blanca que apenas dejaba ver la carretera. Cuando empecé a ver la nieve cuajando en el asfalto, al entrar en un puerto en sombra, me aparté del camino y me detuve para poner las cadenas del coche. Dejé la radio encendida y salí a la intemperie. Estaba en mitad de un yermo inmenso y vacío, cubierto por una capa de nieve recién caída y batido por un viento helado que cortaba como una fina hoja de papel. Me subí las solapas de la chaqueta, saqué las cadenas del maletero y me puse manos a la obra. Fue un desastre. Jamás lo había hecho antes y no sabía por dónde empezar. Lo que conseguía encajar de un lado se salía del otro, las gomas y los muelles no daban de sí, los ganchos se me escurrían de entre los dedos y se negaban a entrar en los cierres. Aquello parecía pensado para una rueda cuadrada en vez de redonda. Después de un cuarto de hora de forcejeos, tuve que detenerme. Me faltaba el aliento, se me saltaban las lágrimas y tenía los dedos tan entumecidos que apenas los sentía como míos. Entonces lo vi. Había salido del coche sin que yo lo advirtiera y estaba retozando en la nieve como un frenesí enloquecido. Se revolcaba panza arriba como un poseso, ladraba furiosamente a la ventisca, trataba de capturar los copos a dentelladas… Mi perro.
Traté de llamarlo, pero no me salió la voz del cuerpo. No me hubiera oído. Yo no estaba allí. Estaba la nieve y estaba él y eso era todo. No había más. Escarbaba madrigueras levantando nubes de polvo blanco, corría atolondradamente tropezando con sus propias patas, aullaba y gemía de pura excitación. Me quedé de rodillas en la nieve. Con las manos metidas debajo de las axilas, tiritando y moqueando, sin poder apartar la vista del cachorro. Sin atreverme a moverme, a hablar, a jadear siquiera. Me sentía ardiendo y helado. Me sentía fuera y dentro del mundo. Me sentía casi tan vivo como él.








3 comentarios:

esther g dijo...

la verdad es que hay que ser muy imbécil para hacerle daño así a alguien como tú.
pero ya se sabe...
bueno me encanta el texto... es maravilloso...
besos guapo!

Anónimo dijo...

precioso el texto.felicidades x este año en el q nos deleitas con tu vida, ala vez q nos ayudas.

mario bio bio dijo...

Este texto es maravilloso...es usted un verdadero portento señor.Visito su blog a diario desde hace 7 u 8 meses, y la calidad de lo que escribe es muy superior a muchos de los libros que haya podido leer. A usted lo veo en las altas esferas de la literatura. Estoy más que seguro de eso.

Le agradezco que me haya permitido utilizar alguno de sus textos para mi clase. Algunos de mis alumnos visitan su blog y debo decirle que estan realmente emocionados por como transmite usted.

Le mando un fuerte abrazo desde el otro lado del charco. Y no sufra. Es usted demasiado inteligente como para andar sufriendo por una mujer.

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