domingo, 12 de abril de 2009

Marcos era...

Marcos era un joven singular de 52 años. Nos conocimos una mañana de diciembre, alrededor de las 9 hace cinco años. Recuerdo que él vestía un abrigo de antelina gris con botones rematados en cuero pardo cartoné. Debajo llevaba un jersey de punto como hecho a mano de líneas grises y negras muy gruesas, una bufanda negra y unos pantalones de pana beige parisino. Los zapatos no los recuerdo con nitidez, pero juraría que eran marrones.

Sus gafas eran singulares de un alambre fino muy menudo, con las lentes circulares y que le permitían un rostro despejado. Era igual de alto que yo, las manos muy finas con manicura desechada por pérdida de tiempo. Siempre llevaba un pañuelo atado al cuello, con un nudo muy despreocupado, pequeño y siempre muy a juego con el tono de sus ojos. A veces, si el día era perecedero, elegía pañuelos con motivos decorativos muy chapados a la antigua. Bellos como ellos solos.

Marcos era arquitecto y en éstos últimos años había cambiado su concepción de ver el espacio construido… él mismo decía que le encantaba ser creativo y abandonar las líneas clásicas.

Tenía los ojos pardos, marrones muy siena siciliana. Su piel era muy blanquecina, tendiendo a carnal, su mujer es hermosa y bella, Cecilia, el que por siempre será el amor de su vida.

A Marcos le encantaban las nubes y el humo, odiaba el ruido de las máquinas. Amaba la paella en el patio de detrás de su casa los domingos rodeado de sus mejores amigos que casi al completo eran su familia. Repelía los amores no vividos.

Me pidió unas 83 veces que me casara con su hija, Cecilia, que tenía 2 años menos que yo y solfea muy bien temas de cantantes “fall in love” de los 30.

Me regaló una vez un cuaderno en blanco que tardé tan sólo 3 meses en completar con dibujos y reflexiones que después él leyó y reinterpretó dedicándole un ratito cada noche durante otros 3 meses.

Su hijo Daniel fue convirtiéndose poco a poco en una parte importante de mí. Nos hicimos vastos amigos. Me recitaba poemas de amor casi todas las tardes a orillas del Guadalquivir pidiéndome su opinión para cerrarlas y enviárselas a Úrsula, una rusa muy albina que terminó por romperle el corazón una tarde de Mayo cuando todo el mundo dormía la siesta.

Y así me convertí en el invitado culmen de las paellas cada domingo en el patio de detrás de la casa de Marcos y Daniel. Padre e hijo simulaban teoremas extraños sobre el amor y la vida. A Marcos le encantaba impacientar a su hijo lanzándole sarcasmos inventados en ruso tales como aquel que me hizo llorar de felicidad un domingo:- “Eres un Kalavnikov sin ánimo de disparar”, o aquel que a mí me dejó obsoleto cuando dijo, mientras resolvía el arroz:- “Mi hijo ha salido débil, yo sin embargo hubiera peregrinado hasta la misma Rusia caminando para decirle aunque sea que me olvide”.

Aquella frase me tuvo una semana en vilo… bendito vilo…

Lo que ocurría con Marcos era que dictaba las frases como si vomitase dialéctica hedionda y bella… no pensaba lo que decía, lo decía porque le iba la vida en ello. Era convincente y osado, muy refinado y amante del jazz.

Después de la paella siempre solíamos sentarnos a tomar mate mientras hablábamos y parodiábamos sobre cosas imbéciles de nuestras vidas. Siempre había algo en común, nunca había nada que guardarse.

Marcos era sarcástico, humorístico y leal a la risa, inteligente y muy voraz, enérgico, vivaz y fumaba en pipa 3 días en semana.

Siempre que me veía me daba un abrazo, me daba un beso y me preguntaba que por qué no me casaba con su hija. ¿Siempre igual Don Marcos?- le decía yo. Y le arrebataba una risa impávida, porque odiaba que yo le dijera Don precedido siempre de su nombre.

Marcos era un hombre que hoy ya no está, porque morir…nunca… eso si que no. No sabes cuánto te echaré de menos Don Marcos… me has dejado la voz en off… no me lo esperaba…

Descansa en paz.

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